La enfermedad de Alzheimer es la principal causa de demencia y representa un desafío significativo tanto para los pacientes como para sus cuidadores. Esta afección neurodegenerativa provoca cambios progresivos en el cerebro, afectando áreas clave relacionadas con la memoria, el lenguaje y las emociones. Los primeros daños se observan en la corteza entorrinal y el hipocampo, donde se acumulan proteínas tóxicas como beta-amiloide y tau, lo que interfiere con la comunicación neuronal y conduce a la pérdida de funciones cognitivas. A medida que avanza la enfermedad, otras regiones cerebrales también se ven afectadas, resultando en dificultades para realizar tareas cotidianas y alteraciones emocionales. Comprender estos cambios es esencial para ofrecer un apoyo adecuado y desarrollar nuevas estrategias terapéuticas que mejoren la calidad de vida de quienes padecen esta enfermedad.
Comprender cómo se altera el cerebro de una persona con Alzheimer y cuáles son las áreas más vulnerables permite afrontar la enfermedad con mayor empatía y conocimiento, al tiempo que facilita la puesta en marcha de estrategias de apoyo adecuadas a cada etapa.
Con la edad aumenta la oxidación, un proceso bioquímico que, a la larga, puede provocar lesiones y causar degeneración de la función cerebral. Por otro lado, los cambios en la estructura de las células y la afectación de diferentes sistemas de neurotransmisión explican algunos cambios funcionales propios del envejecimiento. Por ejemplo, el sistema que regula el papel de la dopamina, un neurotransmisor clave para el control emocional y de los movimientos voluntarios, puede presentar disfunciones. También puede verse afectado el sistema de la acetilcolina, con una función clave en los procesos de aprendizaje y memoria.
Estos cambios cerebrales, aunque normales en el envejecimiento, tienen un impacto en el desempeño de ciertas funciones o actividades. Así, una persona mayor sana puede experimentar un cierto declive en la capacidad para aprender cosas nuevas o mayor dificultad para recuperar determinada información, como por ejemplo recordar nombres.
Las tareas complejas de atención, aprendizaje y memoria son las más vulnerables. Es frecuente que las personas de edad avanzada puedan ser más lentas a la hora de realizar determinadas tareas mentales (fenómeno conocido como ralentización cognitiva). No obstante, dedicando más tiempo a realizar estas tareas, la mayoría de las personas mayores sanas pueden rendir de una manera tan competente como otras más jóvenes.
En el cerebro de una persona con Alzheimer, se producen alteraciones diversas que van progresando. Los cambios más precoces que se producen, y que resultan fundamentales para el daño cerebral, son dos: la acumulación de algunas proteínas tóxicas, que dañan y destruyen neuronas, y la neuroinflamación crónica, que agrava este daño. Vamos por partes.
El rasgo distintivo de la enfermedad de Alzheimer a nivel microscópico es la acumulación de dos tipos de afectación que daña gravemente la estructura y función neuronal:
Estas placas están formadas por agregados insolubles que se depositan en los espacios extracelulares entre neuronas —es decir, por fuera de las neuronas— e interfieren en su comunicación. Además, se genera un ambiente tóxico que activa respuestas inflamatorias y promueve la degeneración y muerte celular. La proteína beta-amiloide puede empezar a acumularse muchos años antes de que aparezcan los síntomas clínicos, siendo uno de los primeros eventos patológicos detectables.
En condiciones normales, la proteína tau estabiliza los microtúbulos dentro de las neuronas, fundamentales para el transporte intracelular de nutrientes y señales bioquímicas. En el Alzheimer, la tau experimenta una modificación patológica llamada hiperfosforilación, que hace que pierda su función estabilizadora y forme ovillos dentro de la neurona que bloquean el tráfico de materiales esenciales, provocando daño y muerte neuronal progresivos.
Estas dos proteínas actúan en conjunto, pero con roles diferenciados: mientras que la beta-amiloide inicia los cambios estructurales y puede facilitar la disfunción neurológica temprana, la proteína tau está estrechamente relacionada con la gravedad clínica y el avance del deterioro.
Este daño provoca la pérdida de conexiones neuronales y, con el tiempo, la pérdida visible del tejido cerebral (atrofia). La detección cuantitativa de beta-amiloide y tau es, hoy en día, un pilar del diagnóstico precoz mediante técnicas de PET o análisis del líquido cefalorraquídeo y, más recientemente, con el estudio de biomarcadores en sangre. Uno de los principales objetivos dentro de la investigación de nuevos tratamientos es reducir o bloquear la acumulación de estas proteínas, con el fin de frenar la progresión del Alzheimer.
Además del depósito anormal de estas proteínas, se produce una disfunción de las células gliales (microglía y astrocitos) cuya actividad consiste en proteger y limpiar al cerebro. En la enfermedad, se vuelven disfuncionales debido a una activación descontrolada, lo que contribuye a perpetuar la acumulación de desechos, aumentar la inflamación crónica y agravar la degeneración.
Todos estos procesos se entrelazan y conducen a una disminución progresiva del volumen y la funcionalidad cerebral, características típicas del Alzheimer.
La enfermedad de Alzheimer impacta progresivamente distintas zonas del cerebro, aunque no todas se ven alteradas al mismo tiempo ni con la misma intensidad. A continuación, se explica por qué ciertas áreas resultan más vulnerables y cómo estos cambios se reflejan en los síntomas que presentan las personas afectadas.
La corteza entorrinal es clave para la formación de nuevos recuerdos y la orientación en el espacio. Es la primera región notablemente afectada en el Alzheimer, donde se depositan placas de beta-amiloide y ovillos de proteína tau, lo que dificulta la consolidación de memorias nuevas y genera rápidamente olvidos de acontecimientos recientes y dificultades para orientarse. Su función como punto de conexión entre el hipocampo y otras regiones cerebrales la hace vulnerable y crucial en la aparición temprana de síntomas.
El hipocampo cumple una función esencial en el almacenamiento y la recuperación de recuerdos y, en el Alzheimer, se degenera de manera acelerada. La atrofia —es decir, la pérdida de tejido— en esta zona está directamente relacionada con la dificultad para retener información reciente y con la capacidad reducida de aprender contenidos nuevos. Asimismo, el Alzheimer interfiere en la neurogénesis —la producción de nuevas neuronas— en el hipocampo, lo que agrava el deterioro de la memoria y limita la capacidad de adaptación a experiencias novedosas.
La amígdala, situada dentro del lóbulo temporal, se encarga principalmente de procesar emociones y coordinar respuestas ante estímulos del entorno. Su deterioro se manifiesta en síntomas emocionales destacados como la ansiedad, la depresión, la irritabilidad o la apatía, que suelen ir acompañados de dificultades para empatizar o reconocer emociones ajenas. Así, el daño en la amígdala se traduce en una menor estabilidad emocional y problemas para responder de forma adecuada a situaciones sociales.
La corteza temporal es esencial para el procesamiento del lenguaje y el reconocimiento tanto de objetos como de personas. Cuando es dañada por el Alzheimer, la persona tiene dificultades para encontrar palabras, comprender frases o identificar rostros conocidos, lo que se denomina prosopagnosia. Esto puede dificultar la comunicación e incrementar la confusión frente a los demás.
Por su parte, la corteza parietal se encarga de integrar información sensorial y espacial. El deterioro de esta área genera problemas de percepción y orientación, así como dificultad para ejecutar tareas cotidianas como vestirse correctamente o manejar utensilios comunes. También puede llevar a la desorientación incluso en lugares familiares.
La corteza prefrontal controla las llamadas funciones ejecutivas: planificación, toma de decisiones, control de impulsos y conducta social adecuada. Cuando el Alzheimer progresa hacia esta región, aparecen cambios drásticos en la personalidad, pérdida de iniciativa, dificultad para organizar actividades y comportamientos inapropiados. Muchas personas experimentan abulia (falta de motivación) y pueden perder su independencia al no saber gestionar actividades sencillas.
Aunque suele alterarse en etapas tardías, su deterioro puede provocar problemas para interpretar lo que se ve (agnosia visual). Esto dificulta la lectura y el reconocimiento de objetos, incluso cuando la visión física está intacta.
Estas estructuras participan en el procesamiento sensorial, el movimiento y la motivación. Cuando se dañan, pueden aparecer rigidez, temblores suaves, disminución de la movilidad, problemas de equilibrio y pérdida de espontaneidad.
Es importante para la atención, la motivación y la integración emocional. Su daño favorece la apatía y la pérdida de interés por actividades que antes resultaban placenteras, y contribuye a problemas de atención y concentración.
Aunque esta región suele estar menos comprometida al inicio, en etapas finales puede verse afectada. Esto provoca dificultad para caminar y problemas de coordinación, lo que incrementa el riesgo de caídas y limita aún más la autonomía.
Como hemos visto, el Alzheimer acaba afectando a muchas áreas cerebrales, pero no a todas a la vez. Inicialmente suele dañar zonas vinculadas con la memoria y el aprendizaje, como la corteza entorrinal y el hipocampo. Posteriormente, el deterioro se propaga a áreas implicadas en el lenguaje, el razonamiento, las emociones y la conducta.
Este patrón se ha confirmado mediante estudios de neuroimagen que evidencian la atrofia progresiva en un orden característico: desde las zonas temporales internas hacia la corteza temporal lateral y, posteriormente, áreas parietales y frontales, además de regiones subcorticales como el tálamo. Aunque este sea el patrón más característico, hay que tener en cuenta que la enfermedad de Alzheimer se puede presentar de distintas formas, dando lugar a diferentes variantes de Alzheimer.
En paralelo a la pérdida de neuronas y tejidos, la enfermedad deteriora la integridad de las conexiones neuronales, aún antes de que se observe una reducción visible en el volumen cerebral, impactando gravemente las redes cerebrales necesarias para la cognición y el comportamiento.
La progresiva afectación de estas áreas provoca que el Alzheimer avance desde pequeños olvidos hasta la pérdida total de independencia, afectando la comunicación, la movilidad, el reconocimiento de seres queridos y la capacidad de autocuidado.
Se ha observado que ciertas regiones cerebrales tienen una mayor vulnerabilidad a la acumulación de placas de beta-amiloide y ovillos de tau. Esta vulnerabilidad puede estar asociada a la expresión de genes de riesgo como APOE, que potencian la toxicidad en zonas como la corteza entorrinal y el hipocampo. Además, la complejidad metabólica y funcional de estas regiones, relacionadas con procesos de memoria y aprendizaje, las hacen más susceptibles al estrés celular y acumulación de proteínas anómalas.
Entender cómo el Alzheimer afecta al cerebro es clave para:
La ciencia continúa avanzando para descubrir nuevas estrategias que permitan proteger el cerebro y mejorar la calidad de vida de las personas con Alzheimer y así:
El Alzheimer es una enfermedad que altera progresivamente áreas del cerebro relacionadas con la memoria, el aprendizaje, el lenguaje, la emoción y, a la larga, las funciones motoras. Las investigaciones actuales basadas en neuroimagen, estudios neuropatológicos y genéticos aportan evidencia sólida sobre cómo la enfermedad comienza en zonas como la corteza entorrinal y el hipocampo, y se disemina hacia otras regiones cerebrales, lo que provoca un deterioro global que se refleja en los síntomas clínicos característicos de esta enfermedad.
Conocer estas alteraciones cerebrales permite enfrentar con mayor comprensión y eficacia los desafíos que plantea el Alzheimer, favoreciendo un acompañamiento más humano y mejor informado.