ECONOMÍA

La solidaridad mal entendida

Jueves 16 de octubre de 2014

Existe una creencia común, y es que los países ricos ayudan a los países pobres como gente ‘generosa’ que son. Un error, entendido así al menos por el mediático economista catalán Xavier Sala i Martí, quien en un seminario recientemente advertía que “a medida que más ayuda se destina al desarrollo, menos crecimiento se aprecia en los países ayudados”.



¿Una contradicción? No, al menos aparentemente, ya que quiénes ayudan no saben qué necesitan los que son ayudados y, por lo tanto, tampoco saben en qué ayudarles. Lo primero que se ha de conocer antes de ayudar a un país pobre es precisamente qué es lo que hace a ese país pobre. El catalán señalaba que este es uno de los principales problemas: que estipulamos realidades y creemos que aquello que funciona en Europa o Norteamérica es igualmente válido para el resto del mundo. Una nueva contradicción que rebota de pleno contra uno de los principios de la política económica, según el que la economía de un país se ve determinada por el entorno y los conflictos a los que un estado se ve sometido.

Por regla general, un mercado funciona porque hay unas empresas que saben qué quieren unos clientes, porque estos se lo han dicho en forma de demanda, pero ¿qué lleva a esas empresas a darle a esos clientes lo que quieren? Pues que esos clientes tienen dinero. ¿Por qué no sucede igual si se aplica al desarrollo? Pues porque esas empresas se ven convertidas en ciudadanos ricos que desconocen qué quieren esos clientes, convertidos en ciudadanos pobres, que a su vez no tienen ningún tipo de dinero que incentive a la población rica. La relación del primer caso es imposible así en el segundo. Un paralelismo económico que, lejos de lo literario, se vuelve real convirtiendo la buena fe de la población rica en terribles consecuencias para los países pobres.

Unas consecuencias tan profundas que, sin embargo, se reduce a la sencilla compra de un paquete de caramelos. Es decir, cuando un ciudadano rico va a África y compra caramelos para repartir entre los niños, lo que estás haciendo es, a baja escala, una intromisión y ruptura del sistema local. Si, por ejemplo, por la mañana compra 20€ en caramelos y los reparte intentando dar a cada uno la misma cantidad y, por la tarde, sin embargo, hace lo mismo pero, en vez de 20€, gasta 50€. De repente, los niños aparecen de todos los sitios y se amontonan y pelean por coger las primeras posiciones en cada fila; olvidan que son simples caramelos y quieren estar seguros de que a ellos les va a llegar su parte. ¿Y si no llega? Se generaría un mercado clandestino fuera del marco legal para conseguir que sí llegasen. Según esto, esas ayudas que el ciudadano rico dio en un principio habrían generado despreocupación en los propios países pobres al saber que alguien de fuera les va a dar aquello que quieren. África nunca crecerá si no hay empresas propias que, aun siendo pequeñas, sean capaces de ser eso, empresas, y comiencen así a producir ellos mismos aquello que necesitan.

El problema radica en que los países ricos se fijan en sus ‘outputs’, es decir, en lo que gastan, pero no en el efecto que ello tiene. Por ello, quizás la mejor forma de ayuda sea la inversión. Pero no una inversión cualquiera: una consecuente con aquello que se hace, en donde no se compren mosquiteras cuando no todavía no hay camas, en donde no se repartan caramelos cuando no hay ni siquiera agua potable. La solidaridad mal entendida se sume en una espiral de contradicciones, olvidando que lo importante es saber qué quieren y querer que sepan producir aquello que realmente necesitan.


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