La reciente dana que devastó el levante español en octubre, dejando 227 víctimas mortales y numerosos daños materiales, también reveló actos conmovedores de altruismo entre los ciudadanos. Miles de personas se unieron para ayudar a sus vecinos, arriesgando sus vidas al cruzar puentes hacia las áreas afectadas para llevar suministros y colaborar en la limpieza. Este comportamiento altruista no solo es admirable, sino que tiene raíces biológicas y evolutivas. En animales, el altruismo se observa en diversas especies y está relacionado con la supervivencia y el éxito reproductivo. En humanos, factores como hormonas, empatía y aprendizaje social juegan un papel crucial en la manifestación del altruismo. La cooperación para beneficio mutuo ha sido fundamental en nuestra evolución cultural, destacando la importancia de normas sociales que fomentan la colaboración. Para más información sobre por qué nos conmueve el comportamiento altruista, visita el artículo completo.
La dana que devastó el levante español en octubre pasado dejó un saldo trágico de 227 víctimas mortales y 11 desaparecidos, además de cuantiosos daños materiales. Sin embargo, también emergieron actos conmovedores de solidaridad entre los ciudadanos, quienes arriesgaron sus propias vidas para ayudar a sus vecinos.
La imagen de miles de personas cruzando los puentes que conectan Valencia con los municipios afectados para llevar suministros y colaborar en las labores de limpieza es un claro ejemplo del espíritu solidario que caracteriza a la humanidad.
El comportamiento altruista y la cooperación no son exclusivas de los seres humanos. Aunque podría parecer que estos actos derivan de un sentido moral único, la realidad es más compleja. La ayuda al prójimo se observa en diversas especies, donde muchos organismos contribuyen a aumentar la eficacia biológica de sus congéneres, favoreciendo su supervivencia y éxito reproductivo.
Existen dos maneras de lograr este objetivo: disminuyendo la eficacia propia —lo que se conoce como comportamiento altruista— o incrementando la eficacia de otros, generando así beneficios mutuos. Ejemplos del primer caso incluyen el cuidado parental en aves y mamíferos o el sacrificio de las madres pulpo, que mueren tras incubar sus huevos. En contraste, comportamientos como la compartición de alimento entre murciélagos vampiros o la limpieza mutua entre primates ilustran el segundo tipo.
En el mundo animal, muchos de estos comportamientos tienen una base hormonal y neurológica bien estudiada. En algunos casos específicos, incluso se ha identificado una base genética. Desde una perspectiva teórica, se han propuesto diversos mecanismos para explicar la evolución de genes predispuestos al altruismo. Factores como la similitud genética por parentesco, la reciprocidad en comportamientos altruistas y la selección entre grupos pueden ser determinantes en su propagación.
Los genes que fomentan conductas altruistas tienden a aumentar su frecuencia en la población porque aquellos beneficiados por el altruismo suelen ser portadores de los mismos genes. Así, los genes altruistas pueden considerarse, según Richard Dawkins, como "genes egoístas" que logran su propio beneficio.
En los seres humanos, tanto el comportamiento altruista como sus determinantes son notablemente más complejos. La base biológica detrás de estas acciones se relaciona con hormonas como oxitocina y dopamina, así como con áreas cerebrales específicas y neuronas espejo que facilitan la empatía. Las predisposiciones genéticas hacia estos comportamientos están moldeadas por nuestra evolución cultural.
A lo largo del tiempo, hemos desarrollado una flexibilidad conductual que nos permite aprender socialmente no solo habilidades técnicas sino también prácticas culturales y normas sociales que influyen en nuestro comportamiento. Aunque los comportamientos altruistas hacia parientes y reciprocidades directas son importantes —como ocurre en otros primates— las tradiciones culturales dan forma a expresiones únicas del altruismo en cada sociedad.
La evolución humana ha estado marcada por la cooperación para beneficio mutuo, donde individuos no emparentados coordinan acciones para obtener resultados más favorables. Esta capacidad ha sido posible gracias a mecanismos cognitivos que mitigan el impacto negativo de aquellos que no colaboran, mediante la reputación positiva para quienes ayudan y el castigo para quienes no lo hacen.
Las normas morales han promovido la cooperación en diversas sociedades, estableciendo regulaciones sobre cómo deben actuar los individuos dentro de un grupo.
A nivel teórico, se ha debatido sobre los mecanismos psicológicos detrás del comportamiento altruista. Se identifican dos tipos principales: uno basado en una mentalidad egoísta que ve el altruismo como una inversión a largo plazo; otro que combina sentimientos egoístas con genuinos deseos de ayudar a otros.
Existe consenso sobre que los humanos poseemos ambas tendencias —altruismo y egoísmo— siendo capaces de desarrollar auténtica empatía hacia nuestros semejantes. Sin embargo, factores como relaciones cercanas o situaciones extremas pueden intensificar esta respuesta emocional.
Cada vez que somos testigos de actos heroicos o donaciones desinteresadas, surge un sentimiento profundo hacia quienes actúan así; valoramos enormemente su capacidad para superar frenos egoístas comunes entre nosotros. Asimismo, ver a miles de voluntarios ayudando a desconocidos durante crisis genera admiración y empatía colectiva hacia tales acciones solidarias.
No obstante, hay voces críticas —como las del altruismo eficaz— que advierten sobre las limitaciones de acciones espontáneas frente a formas más estructuradas y meditadas de colaboración.
La biología evolutiva puede arrojar luz sobre esta cuestión, sugiriendo que el comportamiento altruista y la cooperación son frecuentes entre los seres humanos y no son exclusivos de nuestra especie.
El comportamiento altruista en animales incluye acciones como el cuidado parental en aves y mamíferos, así como la compartición de alimento entre murciélagos vampiros y la limpieza mutua en primates.
En los seres humanos, factores como hormonas, áreas cerebrales activadas y neuronas espejo influyen en la conducta altruista. Además, las tradiciones culturales moldean cómo se expresa esta disposición en cada sociedad.
La evolución ha favorecido la flexibilidad conductual y nuestra dependencia del aprendizaje social, permitiendo una cooperación más efectiva entre individuos no emparentados.
Los seres humanos pueden tener tanto una mente egoísta que ve el altruismo como una inversión a largo plazo, como una mente ambivalente que permite sentimientos genuinamente altruistas.
Los actos de heroísmo o ayuda desinteresada generan admiración porque nuestros propios frenos egoístas hacen difícil actuar de esa manera. La empatía hacia quienes ayudan a otros también juega un papel importante.